Es bueno empezar despejando pistas falsas.
En estas fotos no hay tema. O por lo menos no como se diría de la sordidez de la noche en Brassaï o de la intimidad de una juventud herida por el exceso en Nan Goldin. Si en todo caso hay tema, no es la naturaleza.
Por otra parte, estas fotos sólo documentan en un sentido elemental: ahí, frente al objetivo, hubo un objeto que fue duplicado en píxeles o en película. Ni siquiera hay “el árbol de tal lugar”, ni tal o cual especie de planta, ni nada que haga del reino vegetal o de su entorno un asunto por sí mismo relevante.
Tampoco estudian la belleza de las formas. Nada que se asocie con, por decir algo, un Weston. Estamos en las antípodas de la posibilidad de que un tronco se nos aparezca como una escultura (caso de Juniper, Sierra Nevada, 1937). Así y todo, qué vegetación bella la de estas fotos.
Por más románticas que parezcan algunas, carecen juiciosamente de romanticismo. No hay intención de que los árboles funcionen como conversores y transmisores no humanos de sensaciones no vegetales (de amenaza, de secreto, de cobijo, etc.): árbol no es metáfora de hombre. Claro que en estas fotos hay sensaciones, pero son de un tipo totalmente distinto.
Menos encontrará uno un esfuerzo conceptual al estilo de los jocosos Becher: en sus trabajos, la seriación reduce la foto singular a ejemplar que explica el todo y garantiza su unidad, mientras que en estas fotos, si bien hay conjunto, está subordinado a un proceso largo y abierto, sostenido por una voluntad de interrogación mucho menos eidética y más intuitiva.
Más cerca de estas fotos está, por ejemplo, el Sugimoto de los mares. Pero la primera diferencia es que él, como los Becher, también emplea el mecanismo serial. Y si bien es obvio que la luz tiene el protagonismo –como en el caso de nuestras fotos-, lo tiene en términos de la búsqueda de una variación sutil e infinita. Se tiende a agotar un repertorio, sabiendo que el objetivo es imposible de antemano.
En el conjunto de estas fotos pueden distinguirse perfectamente dos subconjuntos. Por un lado, un montoncito de unidades solitarias, pero que sin excepción se estructuran en torno al negro (sea que éste funcione como fondo, o tome el cuerpo del referente). Aquí abundan las largas exposiciones, que capturan movimientos de árboles o estrellas (lo que deforma su luz habitual o les multiplica fantasmas), condensan el negro (lo cual otorga una profundidad inexplicable), etc. Por otro lado, un pequeño grupo de fotos propone un encadenamiento: esas seis o siete imágenes donde se lleva a la máxima tensión el negro sobre el blanco (o al revés).
En estas últimas, la vegetación pierde casi toda su realidad. Uno no ve, prácticamente, más que pintitas y rayas blancas sobre un fondo negro. Pero no tiene sentido hablar –aunque estemos tentados- de abstracción. Nada que ver, sinceramente, con el juego autónomo de líneas y puntos sobre el plano. Que se ponga en jaque la realidad del referente conlleva, en principio, el propósito de interrogar el alcance de la fotografía como duplicación del mundo. No porque importen los límites técnicos actuales de la fotografía (tampoco los pasados o futuros), sino la noción misma de límite. Que en fotografía, por supuesto, está condicionada por la técnica (entre otras cosas).
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Si todas estas fotos (menos una) implican árboles, arbustos o plantas, se deriva del hecho de que, para penetrar un fenómeno en profundidad, muchas veces es mejor acotar el ámbito de prueba. Los científicos trabajan así. En este caso, se trata de investigar un objeto determinado (luz) limitándolo a un espacio-tiempo preciso (el de tales y cuales ejemplares vegetales). Y para investigar esa extraordinaria potencia configurante de la luz, pocas cosas deben de existir que, fotografiadas de cerca, ofrezcan mayor variedad volumétrica que la copa de un árbol o la infinidad de hojitas de un arbusto o de una enredadera.
Por eso estas fotos sí pueden tener que ver con, por ejemplo, Shaker rainbow (1998), de Wolfgang Tillmans, donde el arco iris genera en torno de la casa tal universo de luces que uno, en lugar de decir: mira qué casa más encantadora, exclama: ¡por todos los cielos, qué luz!
En estas fotos la luz es el problema. No sirve a otra cosa. El grado de contraste (y mezcla) señala los límites concretos de la capacidad de ver en una situación determinada (no la potencia de visión del género humano, sino el espectro de visión de una mirada en tal o cual momento y en relación con tal o cual cantidad lumínica ambiente).
Pero también se trata de ver hasta dónde es capaz la luz de sostener un volumen, cuánto puede renunciar a sí para, a pesar de todo, seguir dando volumen a lo visto. Por eso, aunque estas fotos nos muestren el movimiento y el grado de intensidad de cierta luz en relación con cierto objeto, más que enseñarnos el objeto, estudian la luz que configura una visión concreta. Por eso mismo, también, es necesario no perder de vista el referente, evitar que la foto se torne abstracta. Porque la relación luz/sombra, aislada, entra en el orden de lo general, no tiene que ver con un acto perceptivo, sino con una composición formal y una tesis.
Llevar un sentido al límite, poner a prueba la percepción es, más específicamente, interrogar la capacidad de lectura. (Y por tanto, la capacidad de acción, que la lectura condiciona). Lo que nunca deja de sorprender es que el límite de un campo perceptivo esté en permanente expansión o contracción.
Es lo que estas fotos nos sugieren fuertemente: que el límite perceptivo siempre se modifica y, sobre todo, que lo microscópico es infinito como lo macroscópico. Señalan, entonces, direcciones (y no objetos), el perpetuo desplazamiento de una cosa, y la conquista perpetua de territorios: los que la sombra le gana a la luz, y viceversa.
En todo caso, dejemos que sean los occidentales los que digan que la luz tiene que ganarle a la oscuridad: Se retiró unos pasos por el jardín, y la miró, hasta verla dibujarse, en negro sobre negro, por la pura fosforescencia de lo imposible e impensable. Extraía de la sombra misma un fulgor de lo oscuro, del que se envolvía como de diez mil aureolas (César Aira).